martes, 15 de noviembre de 2011

Hablar...

Los futboleros tenemos costumbres de cancha trasladadas a la vida real. Hay quién dice que jugamos como vivimos, pero es posible también que el juego mismo se meta en nuestras vidas sin darnos cuenta.

En el código de barrio, hablar antes de tiempo está terminantemente prohibido. Hay que esquivar reporteros, rivales, compañeros de trabajo o madres esperanzadas en busca de un vaticinio, una provocación, o un indicio que adelante los hechos. Bajo ningún punto de vista se puede aventurar sobre lo que va a pasar, aunque estemos seguros de que nos favorecerá. Y hablar, que quede claro, poco tiene que ver con la acción de hacer vibrar las cuerdas vocales mientras movemos nuestra boca y decimos algo. Hablar, en la cancha, es decir antes de que suceda, lo que pensamos que puede pasar. O, directamente, presentar credencial de superioridad antes de tiempo. Lo que en la calle sería boconear, jetonear. “Los pingos se ven en la cancha”, frase futbolera si las hay, define la naturaleza de este código.

Hablar, como lo entendemos los “cabeza e´fulbo”, tiene varias connotaciones negativas. Por un lado , todo lo que digamos que puede llegar a suceder según nuestra imaginación y estudio previo, es muy probable que no pase. Y esto ya entra en el terreno de lo místico, de lo cabulero. Se trata de una superstición basada en que nadie tiene la posibilidad de adivinar lo que viene, mucho menos en el fútbol, y por ende, decirlo elimina la chance de que realmente suceda.

Por otro lado, rebajar al otro puede generar el efecto contrario. Un “búemran” que, en vez de achicarlo, al tipo lo agranda. Siempre es más motivador y relajante ir de punto que de banca. Porque, a diferencia de cualquier otra actividad en la vida, en esta siempre hay margen para el batacazo del debilucho. Una esperanza que se agiganta cuanto más menospreciado se siente.

Por último, hablar es perjudicial siempre que el resultado no sea el esperado. Todo lo que digas será usado en tu contra.

En la vida es más o menos parecido. Los que nos críamos saltando en un tablón que se doblaba sin partirse, sabemos que cuando algo está por darse, aunque las probabilidades de que se caiga sean mínimas, no hay que decir nada. Pero ¿cómo explicarle al mundo sin pelota lo que sentimos en ese momento? No hay chances. Para ellos, el silencio es sinónimo de inseguridad, o peor aún, de una reserva egoísta y sin sentido.

Jugamos callados y entrenamos de noche. Andamos motivados pero sin razón aparente. Estamos bien, alegres, pero no decimos nada. Salimos de casa esquivando a los cronistas (madres/ esposas/ novias) que asedian con sus preguntas y pronósticos. Tenemos confianza ¡la puta madre! Pero no podemos decirlo. “Son códigos del fútbol, no insistan más”, nos gustaría decir. Pero pareceríamos Calamaros hablando de vestuarios y salas de ensayo en medio de Plaza de Mayo. Nadie entendería que tiene que ver la bocha en toda esta cuestión. Algunos hasta se animarían a pensar que estamos por firmar con un equipo de primera, a pesar del deplorable estado y nuestro pésimo nivel. Pero bueno, allá ellos, nosotros sostendremos nuestra bandera futbolera hasta la muerte.

Todo está dado para que las cosas salgan como imaginos. Pero no hay que decir nada antes de que sucedan. Tengo un buen presentimiento. Estoy entusiasmado. Ansioso. Algo bueno tiene que salir de todo esto. Algunos saben de lo que hablo, sin hablar. Otros, entenderán con el tiempo (como cuando eramos chicos).

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